8.10.09

Entrevista: Floriano Martins

Entrevista a: Rodolfo Alonso


por Floriano Martins (Fortaleza, Brasil, noviembre del 2000)

Floriano Martins: Comencemos nuestro diálogo por el principio: cuando tenías 17 años participaste de una encuesta promovida por Raúl Gustavo Aguirre para la revista Poesía Buenos Aires, sobre las relaciones posibles entre poesía y vida personal. Dices allí: “tal vez algún día deba agradecer a mis padres su crimen de lesa poesía”. Décadas después todavía recordabas la máxima de Tzara, de que “la poesía es una manera de vivir”. ¿Quién es el poeta Rodolfo Alonso?

Rodolfo Alonso: Me gustaría muchísimo llegar a saber, no sólo quien soy, sino en realidad quien es ése que desde hace tanto tiempo se cubre con mi nombre. Después de todo, quizá por eso me descubrí escribiendo, o siendo escrito, desde los tiempos de mi temprana adolescencia, precisamente aquel momento de cada vida en que (como bien se ve por lo que citas) los torbellinos internos y/o externos comienzan a inquietarnos, a cuestionarnos, a asediarnos, definitivamente quebrada la supuesta edad de oro de la niñez. Porque si he sentido siempre, más visceral que intelectualmente, que soy un devenir, una corriente o la rama que lleva la corriente, un río que fluye o el río que me fluye, también tengo cierta inquietante certeza de que lo que seguimos llamando (como si nada hubiera pasado, ¡hoy!) poesía es una experiencia. O sea ”una manera de vivir”, como nos dejó espléndida, indeleblemente grabado en la piel, junto con la cicatrices del alma y de la historia, incluso desde aquellos tiempos iniciales de revelación e incertidumbre, el sintomático Tristan Tzara.

F. M.: En una entrevista con el nicaraguense Julio Valle-Castillo, él menciona un carácter elitista, excluyente, del artista (“Si hay algo antidemocrático es la condición de artista, la naturaleza de artista”). Recuerdo la máxima de Lautréamont, de que la poesía debe ser hecha por todos, y un sin número de equívocos en su lectura. Me gustaría que me hablases un poco de tu disciplina poética.

R. A.: A la poesía podemos aludir, todavía, no sin envidiable omnipotencia en nuestros tiempos de miseria, como a aquella “gloria de la lengua” que tan bien acuñó Dante en su Comedia. O también, no sólo cronológicamente un poco más cerca de nosotros, recordar que Wallace Stevens la vio como “la alegría (la dicha) del lenguaje”. Ese mismo lenguaje cotidiano, ancestral, orgánico, que nos constituye y que no sólo usamos, sino que somos, en el cual sin duda ya desde los tiempos del venerable hombre primitivo, original, podemos tratar de decir lo más oculto, lo más íntimo, lo más individual de cada uno de nosotros pero que, al mismo tiempo, en forma ineludible, no puede dejar de ser dicho con un instrumento o por medio de un instrumento que es insoslayablemente social. Después de todo, fue nada menos que Immanuel Kant quien pudo percibir que en nuestra mismísima condición humana anidan dos tendencias por lo menos contrapuestas: la de ser plenamente individuos y la de integrarnos en comunidad. Porque “el conflicto es el hombre”, como bien dijo el luminoso Heráclito, y ese tipo de tensiones, esa tensión es precisamente lo que podemos llamar nuestra condición. Qué de extraño entonces que el arte más alto de la palabra humana incluya al mismo tiempo la exigencia de lo más alto de la persona y lo más amplio de la fraternidad. Yo no llamaría a eso antidemocrático sino, más bien, fraternidad exigente, o exigencia fraternal, como gustéis. Y siento que, después de todo, lo que conmueve a un auténtico artista es lo mismo que puede conmover a cualquier otro hombre: la hondura y la amplitud, la rica ambigüedad de nuestro lenguaje, el lenguaje que como nuestra mismísima condición nos permite (¿o nos obliga?) a ser al mismo tiempo persona y especie, individuo y sociedad, espíritu e instinto.
La democracia no puede ser la masificación. Eso parece más bien la demagogia, travestida hoy como sociedad de consumo globalizada por los mesmerizantes medios tecnocráticos. La verdadera democracia implica el derecho de las mayorías al mismo tiempo que el respeto por las minorías. Y no hay aristocracia posible en cualquier oligarquía. Cada hombre lleva un sol en su frente, logró ver D. H. Lawrence, que no era solamente el hijo de un minero pero que, también, era el hijo de un minero. Y René Char, el hombre que fue capaz de capitanear el maquis de Cereste enfrentándose a la peste nazi, y también autolimitarse de cualquier vanagloria posterior por ello supo asimismo susurrarnos: “Libertad, desigualdad, fraternidad”.
Porque “la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad”, ¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el lenguaje que es suyo y general, el solitario que cumple después de todo la más significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por Michel Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.”

F. M.: En tu artículo sobre Ricardo E. Molinari, te refieres a “los fantasmas que, a mi modesto entender constituyen, de una manera también visceralmente orgánica, los blasones de nuestra cultura”. ¿Cuáles serían esos fantasmas?

R. A.: Todo lo que puede tomar en mi boca apariencia de opiniones no son en realidad sino vislumbres, intuiciones que pueden desmentirse de inmediato a sí mismas, frente a cualquier nueva comprobación, en absoluto dogmas o respuestas que se imaginen definitivas. No está en mi naturaleza proceder así. Pero tampoco puedo eludir la tentación de compartir de inmediato los relámpagos que me deslumbran. En la primera línea de uno de los libros fundadores de nuestra literatura argentina, su Facundo, Sarmiento alude a la “sombra terrible” que se propone evocar, o más bien convocar. Y en un bello texto lírico, el Santos Vega de Rafael Obligado, que me emocionó ver paladear de memoria nada menos que a Juan José Arreola, “cruza una sombra doliente / sobre la pampa argentina”. Cuando a uno se le encarna en el hueso y en el alma la historia argentina vuelta cuerpo, hecha cuerpo, donde el horror de la violencia y la tragedia que parecen venir desde nuestros mismísimos hontanares se manifiesta, acaso inconscientemente, como si emergieran en forma espontánea de sus textos, ya en los padres fundadores de la literatura nacional, cierta aquerenciada melancolía rioplatense puede constituir, acaso, de algún modo, supongo, la elaboración -en sentido psicoanalítico- de esos duelos. De donde, entonces, supongo, esos dobles blasones, que intuyo, de la “sombra terrible” y de la “sombra doliente”, latentes al mismo tiempo sobre y desde nuestra literatura.

F. M.: En una entrevista de Rubén Plaza, tú afirmas que “la poesía argentina no volvió a ser la misma después de Poesía Buenos Aires”. Para que tal afirmación no sea vista con una cierta exageración, ¿podrías fundamentar su alcance? El momento de Poesía Buenos Aires es también el de actuación de aquella perspectiva surrealista difundida por Aldo Pellegrini. ¿No le cabría a este poeta una importancia similar a la de Raúl Gustavo Aguirre en el sentido de una renovación de aires y conceptos de la poesía en la Argentina de aquella época?

R. A.: Ahora que lo escucho de tus labios, y fuera de contexto, experimento con terror la horrible sensación de ser sorprendido en pecado de soberbia, presuntuoso y hasta acaso arrogante. Pero no era ésa en absoluto mi intención. La perspectiva de los años vividos me permite coincidir, en esta primavera del 2000, cuando celebramos los cincuenta años del primer número de Poesía Buenos Aires, con todos aquellos que han ido expresando después, públicamente, esa misma sensación. Había que haber vivido por ejemplo en Buenos Aires a comienzos de la década de los cincuenta para poder visualizar cómo, sin habérselo propuesto, desde una publicación absolutamente independiente y dedicada en forma exclusiva a la poesía, que sólo tiraba quinientos ejemplares, de carácter prácticamente artesanal, y que cumplió al pie de la letra su propósito de “no devenir institución”, se cambiaron de forma y de fondo los modos de escribir y de vivir la poesía en la Argentina.
Con el mayor respeto por el movimiento surrealista local, como bien dices orientado por Aldo Pellegrini, con quien hemos compartido tantas bellas aventuras y tantos grandes amigos, fue quizás la ortodoxia de ese movimiento sin embargo subversivamente heterodoxo la que no sólo me impidió, insisto por respeto, aceptarme a mí mismo como surrealista, sintiéndome sin embargo tan cercano a muchos de sus postulados y tan conmovido por su legítima leyenda, sino que, intuyo, también influyó en las posibilidades de su irradiación. Tuvieron que pasar algunas décadas para que figuras como Enrique Molina y Francisco Madariaga fueran ampliando en forma naturalmente orgánica la trayectoria de sus evoluciones. Por el contrario, los principales referentes de Poesía Buenos Aires, sin abandonar lo esencial de sus convicciones habían ido evolucionando por su propio devenir para alejarse de cualquier ortodoxia o dogmatismo, asumiendo en la práctica una exigente libertad. Que, me parece algo objetivo, ha logrado milagrosamente ser atendida. En la primavera del 2000, como dije, se ha cumplido medio siglo de la aparición de su primer número, y eso hizo que pudiéramos comprobar (todos) que todavía se la sigue considerando como una fuerza activa.
Si aceptamos aunque sólo sea en principio aquella caracterización de Umberto Eco en el sentido de que “típico del movimiento de vanguardia es la decisión provocadora, el querer ofender socialmente a las instituciones culturales con productos que se manifiesten como inaceptables”, mientras que en cambio “lo que caracteriza sociológicamente al arte experimental es la voluntad de hacerse aceptar”, por supuesto que siempre dentro de un marco de profunda modificación y cambio, bien podríamos sugerir que en un primer momento ambos grupos coincidieron en la primera opción mientras que luego, poco a poco, Poesía Buenos Aires fue derivando natural y espontáneamente, de manera orgánica, no programática, a la segunda. Lo que, de algún modo, explicaría quizás la posibilidad y perduración de su influencia posterior.

F. M.: ¿En qué resultó la experiencia de creación de un sello editorial, que llegó a producir 250 títulos? Por allí se editó a Alfred Jarry, Oscar Wilde, Bram Stoker, Jacques Prévert, Sade, Freud, Valéry, tantos autores. ¿Cuál es el balance posible de esa aventura y lo que exactamente la inviabilizó?

R. A.: Para bien y para mal, y porque de alguna manera eso está en mi naturaleza, mi editorial tuvo siempre un carácter artesanal: todas las responsabilidades de cualquier tipo recayeron sobre mí. Así pude comprobar en persona que el libro no era sólo un producto cultural y/o espiritual, sino también (si es que no primordialmente) un producto industrial y comercial. La comencé imaginando que podía llegar a mantener a mi familia haciendo lo que me gustaba. Y la suspendí, después de haber soportado la censura y la asfixia económica de nuestra última dictadura militar, cuando me di cuenta que los libros que a mí me gustaban no se vendían, y que en cambio sí se vendían los que a mí no me gustaban. Hoy, no sin cierto melancólico y hasta irónico orgullo, descubro que aquellas aventuradas ediciones se han convertido, no sólo en mi propio país, prácticamente en un objeto de culto para las jóvenes generaciones. Me alegro, claro, pero también me hubiera gustado que hubieran estado allí cuando todavía la tenía en ejercicio, cuando hubieran podido ayudarme a continuarla. Hoy, por desdicha, las cosas han cambiado de raíz, las multinacionales nos gobiernan con su ácida dulzura y una empresa unipersonal y bohemia como fue la mía mucho me temo que resulta inviable. Aunque por otro lado también se hace cada vez más necesaria, por las mismas razones.

F. M.: Hablamos de Aldo Pellegrini. Tienes un libro preparado conjuntamente con él, dedicado al Surrealismo. Pellegrini se refería al Surrealismo como una “mística de la rebelión”, una “sistematización del inconformismo”. ¿Cuál es tu entender a ese respecto?

R. A.: Aldo Pellegrini fue desmedidamente generoso conmigo. De él recibí los primeros elogios para mis textos fuera de Poesía Buenos Aires. Y él me confió en plena juventud dos traducciones que luego resultaron memorables: la primera versión al castellano de los cuatro heterónimos de Fernando Pessoa, y también una amplia antología de Giuseppe Ungaretti. Ya desde mis comienzos mantuve una muy afectuosa relación con el grupo de los surrealistas argentinos (Aldo, Molina, Madariaga, Vasco, Latorre, Llinás), que fue paralela a mi más activa colaboración con Poesía Buenos Aires, los dos movimientos de vanguardia en la poesía argentina de los años cincuenta.
También para mí adolescencia aquella refulgente y contagiosa edad de oro de los primeros años de la revolución surrealista formó parte de mis propios mitos. Pero fue justamente por respeto a la integridad de sus convicciones éticas y estéticas, tan arduamente defendidas por Breton, que nunca acepté ser llamado surrealista. No estaba en mi forma de ser entregarme completamente, de fondo, a ninguna ortodoxia, así fuera (como en este caso) subversivamente heterodoxa. Lo cual no quita que comparta muchas, la mayoría de sus banderas, y que admire profundamente a poetas como Eluard, Char, Prévert, Desnos, Schehadé, Césaire, Daumal o la presencia inmolada de Artaud, un hombre cuya temperatura nunca lograremos alcanzar. De alguna manera mis opiniones sobre este tema están contenidas en mi trabajo “Vida y pasión del surrealismo”, incluido en mi libro “No hay escritor inocente” (Librería del Plata, Buenos Aires, 1985).

F. M.: Al escribir sobre ti, Cristina Piña hace mención al “curioso e injusto vacío crítico” existente en relación con tu obra. Naturalmente que ésa ha sido la lamentable tónica de toda la gran poesía en la América Hispánica. ¿Qué providencia acreditas viable hoy para combatir ese vacío crítico?

R. A.: Ante todo, creo que los dos estamos pensando no en gacetilleros o comentaristas a sueldo sino en los grandes creadores de la crítica, en personalidades que encaran la crítica como un género ampliamente humanista, de vastas miras y honda exigencia. Se trata de un tipo de creadores que, mucho me temo, hoy no son ya posibles, o por lo menos no demasiado usuales. Los efectos deletéreos producidos sobre nuestra vida cultural por la sociedad de consumo y del espectáculo instalada planetariamente a través de los grandes medios audiovisuales de difusión a partir de 1945, no sólo han logrado desacralizar el mundo sino también el lenguaje y la escritura. Pensemos solamente que en la misma en otros tiempos fecundísima literatura norteamericana, después de Edmund Wilson y acaso Lionel Trilling no ha aparecido otra figura semejante o que alcance similar repercusión. Y la crítica universitaria norteamericana no sale hoy de sus reductos, donde es archivada con objetivos meramente burocráticos, sin alcanzar el dominio público. Algo similar ocurre en Francia (¿quién se acerca hoy a un Valéry?) y acaso en toda Europa. ¿Qué crítico que pueda comparársele apareció en el Viejo Continente después de Walter Benjamin?
Uno no elige la época en que le toca vivir. Pero sí puede, y hasta diría que debe, elegir la forma en que se propone vivir y manifestarse en su propia época. Después de todo, ya Rimbaud prefirió el silencio. Pero no estoy seguro de que su huida al desierto, como los grandes profetas, alcanzara hoy la misma resonancia.

F. M.: En un notable artículo hablas de “una profunda mutación cultural” por la cual estaría pasando la humanidad, y luego te refieres a una pérdida “tan acelerada como acentuada del uso del lenguaje”. A su vez, Ernesto Sábato afirma que “llegamos a la ignorancia por medio de la razón”, observando además que “la sacralización de la inteligencia nos empujó hasta el borde del precipicio, y el logos, una vez dominado el mundo, en vano pretendió responder aquello que sólo se sustenta como enigma o como llanto”. Tú propones una “ecología de la condición humana”. ¿Cómo aplicarla?

R. A.: Sinceramente, no lo sé. No sé cómo podría viabilizarse. Lo único que puedo hacer es compartir mis intuiciones, alertar a los otros. Me parece sin duda evidente que la comprensible y valerosa reacción de los ecologistas ha logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la adicción suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la calidad de la vida humana y de la vida de nuestro planeta, poniendo el acento en los daños geográficos, ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que todavía no se ha percibido la enormidad del daño psíquico, cultural, estético y esencialmente humano que hemos sufrido para adaptarnos a esta loca máquina globalizadora, cuyo único y delirante objetivo es hacer más dinero del dinero, hasta el infinito. Y que, en consecuencia, sería necesaria también una lucha ecológica a favor de la condición humana, de la calidad humana de la vida humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto. Hay un agujero de ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu.

F. M.: Has traducido de innumerables otros idiomas. Ricardo Herrera dijo cierta vez que la principal preocupación de un traductor era hacer de su actividad “un intercambio de dones y no una hipoteca de las propias esencias”. ¿Cómo te relacionas con ese ejercicio de la traducción?

R. A.: Traduje desde muy joven, es verdad, con avidez y con pasión. Ese fue mi verdadero taller, mi auténtica escuela como escritor. Y no logro imaginar algo mejor. Adentrarse en el interior mismo de las cuestiones con el lenguaje de un auténtico creador, y de manera muy especial cuando se lo admira profundamente, resulta una experiencia fascinante. Uno percibe allí la apasionante ambigüedad y riqueza de las lenguas, esa incapacidad de decirlo todo con nítida precisión y al mismo tiempo de sugerirlo todo, de contagiarlo todo, de la cual probablemente haya nacido la necesidad de la poesía. Me descubrí desde muy joven con algo así como un don de lenguas, que me permitió aprender algunos idiomas sin necesidad de estudiarlos. Probablemente el bilingüismo de mi casa, cuando era niño, me debe haber abierto a las riquezas y a las personalidades de las lenguas del mundo, sobre todo a las de nuestra familia latina. Y creo que también mucho de eso tiene que ver con la poesía.
La poesía que Dante aludió como “la gloria de la lengua”. De cada lengua. Y por lo tanto, desde un punto de vista absolutamente intraducible. Aunque al mismo tiempo nos contagie también la irreprimible tentación de intentarlo. Y allí comienza el incierto y exigente oficio. Que no debería ejercer aquel que no tenga muy claro lo que dijo, hace ya varias décadas, el lúcido Paul Valéry: “El poema - esa vacilación prolongada entre el sonido y el sentido”.

F. M.: Has sido un incansable difusor de la poesía brasileña en la América Hispánica. Ya tradujiste, entre otros, a Dante Milano, Cecília Meireles, Joao Cabral de Melo Neto, Murilo Mendes. Ahora mismo estás por traducir varios libros de Carlos Drummond de Andrade. ¿Qué especie de diálogo se mantiene entre Brasil y Argentina, en el ámbito de un mercado editorial?

R. A.: Es verdad. Mi identificación con la gran poesía modernista brasileña ha sido muy fuerte, muy extensa, y desde muy joven. Además del placer y el honor de traducirlos, junto con muchos otros, eso me produjo una invalorable recompensa: la amistad de Carlos Drummond de Andrade y de Murilo Mendes, que fueron muy generosos y gentiles conmigo. Después de todo, puede ser que esa riqueza ya viniera en mi sangre. Mi infancia fue bilingüe, soy hijo de dos inmigrantes gallegos, y en tiempo de los indelebles trovadores y de Alfonso el Sabio esas lenguas eran la misma: el galaicoportugués.
Por otro lado, al asumirme dolorosa y orgullosamente como latinoamericano, ¿cómo podría no amar al Brasil, a su identidad, a su pueblo y a su cultura, tan ricamente mestizas, tan vitalmente contagiosas? Sería como negar la mitad de uno mismo. Y esa evidencia viva de belleza y de vida que es la música popular brasileña, el samba y la bossa nova, obra de grandes músicos y poetas, me conquistó desde siempre. Soy devoto también de Dorival Caymmi, Joao Gilberto, Baden Powell, Gal Costa, Maria Bethania, Caetano Veloso y tantos otros talentos sensibles y humanos.
Ahora bien, pese a mi voluntad y a mis deseos, hay algo que no cuaja desdichadamente del todo entre nosotros, y que no se resolverá por la vía burocrática, administrativa o geopolítica. La balcanización de nuestros pueblos iberoamericanos no nos favorece. Y sólo podrá ser superada desde abajo, desde la inteligencia y desde el corazón. Y eso no es hoy la especialidad de los mercados editoriales, manipulados directamente por las grandes multinacionales de la industria cultural Ya en un libro que publiqué en Galicia (“Liturgias de una lengua”, Ediciós do Castro, Sada, A Coruña, España, 1989) aludía como “Contiguos dominios” a esa utopía de reunir o al menos relacionar los universos de tres lenguas fraternas: el portugués, el brasileño y el gallego. Sin olvidar, por supuesto, a su primo hermano el castellano, muy especialmente con sus infinitas riquezas y variaciones hispanoamericanas.

F. M. : Al escribir sobre Juan L. Ortiz, el brasileño Haroldo de Campos opone la poética del argentino a “una retórica jugosa, resplandeciente y resonante, de sucesivos sedimentos metafóricos, dispositivo nerudiano que resultó profundamente arraigado en la dicción poéica hispano-americana”. Si pensamos en la gran poesía escrita en la América Hispánica -Gerardo Deniz, Carlos Martínez Rivas, Enrique Lihn, Carlos Germán Belli, Jorge Gaitán Durán, Alfredo Silva Estrada, Amanda Berenguer, Pedro Shimose, José Kozer, Alberto Girri-, no veo donde insertar ese lugar común de la óptica del brasileño. Tal observación, en el fondo es fruto de un brutal desconocimiento acerca de las reales afirmaciones estéticas de esa poesía. ¿Qué te parece el asunto?

R. A.: No me siento con ganas de polemizar con Haroldo (¡gracias postergadas por Noigandres 1!), ni siquiera por interpósito amigo. Además, esa frase que citas debe tener un contexto que sería necesario conocer para captar su completo sentido. De todos modos, me parece que hace ya mucho tiempo que lo que él llama “dispositivo nerudiano”, para bien y para mal ha dejado de ser predominante en la poesía hispanoamericana. Y que, por desgracia, como me ha tocado comprobar, la poesía de Juan L. Ortiz no es todavía lo suficientemente leída y conocida en nuestros países hermanos. A mí mismo, que me tocó ser uno de aquellos jóvenes que cruzábamos en lanchones sobre el ancho río para ir a verlo en su natural retiro de la ciudad de Paraná, todavía me cabe llevar adentro mío la impresionante metáfora viva que era él mismo en persona, imponiéndose acaso a su propia lectura. En nuestra primera juventud, y para algunos de nosotros, Juan L. Ortiz representó (y en gran medida todavía sigue representando) al poeta alejado orgánicamente de todas las miserias de la vida literaria y entregado con todas sus potencias, con todas sus exigencias, al diálogo más profundo del lenguaje y la naturaleza, incluidos por supuesto los hermanos hombres. Juan L. Ortiz era el poeta que venía a mostrarnos en vivo aquello que había expresado tan bien Tristan Tzara: “La poesía es una manera de vivir”, y que se había convertido en algo así como nuestra divisa. Todavía hoy, no puedo leerlo sin desprenderme de ese impacto, inicial y perdurable. Que, por supuesto, ya no podrán experimentar aquellos que sólo pueden conocerlo a través de su lectura.

F. M. : En un diálogo con el venezolano Eugenio Montejo, te refieres a la limitación del vocablo pos-vanguardia cuando se pretende “superar o esclarecer las ambiguedades y contradicciones que ya el concepto de vanguardia, creado a comienzos de siglo, llevaba consigo desde entonces”. Hay una endemia de las clasificaciones. Basta pensar en la obsesión escolástica con que se pretende establecer una estética neobarroca en la región del Plata. A despecho de esa agonía clasificatoria, ¿qué te parece ser hoy absolutamente moderno (Rimbaud) en la poesía que se hace en tu país?

R. A.: Escapo casi orgánicamente de las definiciones. Tengo temores, ansiedades, algunas dudas. Quizás porque no consigo ver las cosas aisladas, de una en una, sino en perspectiva, en su contexto, que hoy imaginan globalizado. Imaginarse ahora “absolutamente moderno”, incluso sólo pretender serlo, puede correr el riesgo de ser considerado arcaico. Pero nunca dejó de haber una íntima, acaso honda relación entre la bienaventurada poesía moderna y el pensamiento del hombre primitivo, original. Así como la hubo entre el arte moderno y el gran arte negro. Como casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada. Y si ese pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo XX, seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que tantas “instalaciones” en frío y tanto supuesto “arte conceptual” hoy extrañamente asumido como neo-academicismo, casi siempre de carácter oficial y con sponsors multinacionales que nada tienen que ver, ciertamente, por ejemplo con Lorenzo de Medicis. Después de todo, ya en el siglo XVI, Francis Bacon podía decir que “La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”. Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.

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