20.10.09

Italia en mí

Rodolfo Alonso
Italia en mí

(Respuestas a una encuesta sobre poesía italiana en Argentina
efectuada por el Instituto Italiano de Cultura, Córdoba


1. ¿Qué importancia atribuye a la influencia italiana en la poesía argentina contemporánea?
Suelo escapar
, acaso instintivamente, y sobre todo en estas lides, de las grandes generalizaciones que me parecen, no solamente riesgosas, sino incluso peligrosas. Y, sin embargo, no puedo rehuir un hecho objetivo: siendo la nuestra una sociedad en gran medida aluvional, constituida por enormes masas de inmigrantes, se sabe que el aporte italiano fue el más cuantioso desde un punto de vista numérico. Quiere decir que hay casi una mitad de sangre italiana circulando por las venas argentinas. Eso explicó sin duda, en su momento, la vivísima presencia de su idioma, y hasta de sus felices dialectos, en nuestra propia identidad lingüística, sobre todo en la inmensa Buenos Aires pero también en Rosario, Mar del Plata y otras muchas ciudades y ámbitos de nuestro país. Y lógicamente también la presencia de un dejo, de un toque, de un matiz italiano en nuestras maneras de comportamiento. Durante largo tiempo vilipendiado cuando no negado, como ocurrió con el ciego rechazo a otras corrientes inmigratorias no sólo en los medios supuestamente patricios sino incluso, lo que habla bastante de nuestros resultados, en muchos de sus propios descendientes, compelidos a olvidar o negar a sus ancestros, si no la conciencia de su extraordinaria, luminosa historia cultural y estética, siempre presente en nuestras inteligencias más activas y despiertas, sí por lo menos el extraordinario desarrollo político, social y económico de la Italia de posguerra vino a modificar sin duda favorablemente esa perspectiva, en cuanto hace por lo menos a una visión macro, hoy con la dolorosa evidencia de que no fuimos capaces, nosotros mismos, los argentinos, de acompañar o aún emular como sociedad, como conjunto, tan magnífico ejemplo.
Si, como creo, siguiendo a W. H. Auden, no hubo nunca un gran momento de la poesía culta, por más alquitarada o elitista que pareciese, que no estuviera misteriosa pero firmemente ligado, aunque fuera por oscuros meandros, con una gran lengua viva hablada por una comunidad, por un pueblo, me parece evidente que esa “italianidad”, incluso la bellamente dialectal, infusa en nuestro uso de la lengua, en nuestra propia e ineludible manera de emplear el castellano, no podía dejar de manifestarse en la mejor poesía escrita aquí. Y no sólo por un contacto profundo con la gran poesía italiana sino también, intuyo, por ese yacimiento vivo, orgánico, activo de “italianidad” en nuestra lengua hablada, no sólo escrita.



2. ¿Cuáles son los autores italianos más leídos, traducidos y publicados en nuestro país?
Nuestra carencia de estadísticas es, de algún modo, sintomática. Aunque, de todos modos, lo cuantitativo no me parece que deba ser predominante en estos dominios. Me ha tocado vivir, casi desde niño, algunos momentos sobre los cuales puedo dar testimonio. A la unánime sombra comprensiblemente ineludible de Dante, después de la primera guerra mundial se seguían traduciendo en nuestro medio los poetas italianos, no tan profusamente ni siempre en la dirección que uno hubiera preferido. Que por entonces se difundiera acaso más a D’Annunzio que a Leopardi no era menos sorprendente, pero no menos revelador, que al mismo tiempo circulara por ejemplo Trilussa, por citar sólo algunos nombres, por mí entrevistos al azar.
Durante la segunda guerra mundial, ya circulaban aquí más libros memorables del mejor humanismo italiano, de los cuales recuerdo por ejemplo a Ignazio Silone y el impar Elio Vittorini. En este último sobre todo, el tratamiento del lenguaje en su escritura literaria lo acercaba de una manera muy honda, y al mismo tiempo orgánica, a la intensidad y concentración de la poesía, que se encontraba asimismo muy presente, y de una manera no menos activa, en su muy fecunda labor de ensayista y polemista. Y en la posguerra, si había una vívida presencia en superficie de los narradores neorrealistas, comenzando por Vasco Pratolini, y también de los grandes realistas, encabezados sin duda por Alberto Moravia, de enorme repercusión para el momento, la gran poesía italiana comenzaba a ocupar con firmeza y solvencia, por su propio peso, un espacio cada vez más significativo, aunque nunca grandilocuente o estruendoso.
No mucho después, a fines de la década de los cincuenta y comienzos de la década de los sesenta, se produce por ejemplo una enorme influencia, intelectual y estética, de Cesare Pavese, que iba a perdurar por bastantes años. Su obra y su figura vinieron a enriquecer el panorama y las reflexiones de toda una generación de poetas, escritores e intelectuales argentinos. Casi al mismo tiempo, pero en realidad desde antes, la acentuada difusión de Ungaretti y poco después la de Montale, de alcances más profundos, menos evidentes, pero no menos intensos, contribuyeron a acentuar ese papel de acicate, de incentivo, que la gran poesía italiana del siglo XX venía ejerciendo también entre nosotros con peculiar y fecunda densidad, hoy acaso inimaginable en medio de la confortable barbarie de la planetaria sociedad del espectáculo.
Esa presencia puede detectarse en libros y antologías, sí, pero también en revistas y periódicos culturales de la época. De los cuales el gran número 225 de Sur dedicado a las letras italianas (Buenos Aires, noviembre-diciembre de 1953) constituya, acaso, a la vez una excepción y un paradigma. Y no sólo por el amplio espacio dedicado a la poesía, sino también –lo que resulta de algún modo evidente tan significativo como descriptivo-- por la presencia de una reflexión cabal e iluminadora sobre la poesía, no sólo en sus criterios estéticos sino directamente culturales, sociales, humanistas, lingüísticos e incluso, por qué no, políticos en el mejor sentido. Un sendero por el cual Pier Paolo Pasolini, cada vez más apreciado entre nosotros, iba a avanzar con decisión, audacia e inteligencia.



3. ¿Quiénes son a su juicio los traductores que más se han destacado en esa tarea?
No está en mi naturaleza, y muy especialmente alrededor de estos asuntos, imaginarme juez y parte. (Sólo me animaría a sugerir que, acompañando a mi hijo menor que estudia Letras, en estos mismos momentos estoy releyendo con gusto la digna traducción de La Divina Comedia de Ángel Battistessa. Y que me he sorprendido volviendo a descubrir qué respetuosa, qué solvente es la versión de Mitre.) Estoy seguro que los nombres convocados a esta misma encuesta resultarán de algún modo una respuesta cabal a esa pregunta. Sólo puedo decir que hubo, hay y sin duda habrá, desde dentro o en contra de los condicionamientos orgánicos de cada momento histórico y cultural, apasionados y apasionantes traductores y lectores del italiano en nuestra literatura.
Hoy quisiera recordar tan sólo a uno, pero qué sintomático, a quien tuve la enorme fortuna de conocer en mi primera juventud, y que resulta en muchos sentidos paradigmático. Me refiero a Attilio Dabini, uno de los tantos luminosos escritores e intelectuales antifascistas italianos que se vieron obligados a exiliarse aquí, y que fue –como la mayoría de ellos-- un ejemplo vivo de modestia y entereza, de coraje y lucidez (piénsese por ejemplo en gente del calibre de Rodolfo Mondolfo). Dabini sobrevivió traduciendo, con enorme calidad, y también escribiendo y publicando aquí su exigente obra personal, aunque el destino injusto no le permitió reintegrarse de pleno a la gran corriente viva de la cultura italiana que volvió a emerger allá en la posguerra.
Una cultura en la cual la poesía ocupa, prácticamente desde sus comienzos, un espacio esencial, fundacional. Un día, siendo yo un adolescente, me recibió en su casa y, probablemente como resultado de alguna tímida alusión mía, con la misma emoción que supo contagiarme me mostró algunos de sus tesoros más preciados, las primeras ediciones de ese poeta de la narración que es sin duda Elio Vittorini, totalmente corregidas de puño y letra por su autor, como testimonio de una insaciable voluntad de estilo, de una sed por la belleza que no hubieran sorprendido a Valéry, aunque quizá no dejara de llamarle la atención que un esteta tan exigente fuera, al mismo tiempo, indisolublemente, no sólo un gran humanista comprometido sino también incluso un héroe civil, un dignísimo y lúcido hombre público.



4. En su condición de traductor y poeta, ¿querría expresar qué ha significado para usted el acercamiento a los líricos italianos?
No hay en mis venas, que yo sepa, gota alguna de sangre italiana. Y sin embargo, siempre he sentido una instintiva, orgánica, irresistible e inefable afinidad con el arte y la vida, con la civilidad y el humanismo de la bella Italia. De tal modo, con tal intensidad, que me descubrí hablando y traduciendo el italiano sin haberlo estudiado nunca. Fenómeno de ósmosis, cuando no de posesión, de empatía más que de aprehensión, si nada llegó hasta mí por extraños vericuetos desde aquel Reino de las Dos Sicilias donde las dos penínsulas se confundieron, sólo atino a intuir que en el aire cosmopolita y políglota de la Buenos Aires que me tocó descubrir, como hijo mayor de inmigrantes gallegos, el italiano era una lengua viva, omnipresente, infusa. Y el azar, que es otro nombre de los dioses, puso en mi camino, ya desde los primeros tramos, algunos momentos privilegiados.
Con Hugo Gola compartí el deslumbrado, apasionado descubrimiento del indeleble Cesare Pavese, que no mucho después de su trágica muerte iba a concretarse en la (compartida) selección y traducción de sus bellísimos ensayos, a los cuales pusimos como título El oficio de poeta (1957), y que iba a conocer reiteradas reediciones, prueba de su inusitada repercusión. Al año siguiente me encomiendan un libro de Gillo Dorfles, Constantes técnicas de las artes (1958). Y poco después, casi simultáneamente, no sólo una amplia antología de Giuseppe Ungaretti, Poemas escogidos (1962), también muy reeditada, y cuya factura constituyó para mí, además de una imborrable experiencia, una auténtica cantera, el mejor de los talleres que pudiera imaginarse, sino también los dos libros que abren y cierran la intensa, trágica vida de Pavese: Trabajar cansa, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, reunidos en un mismo volumen (1961), otra experiencia clave para mi formación, no apenas estética sino hondamente humana.
A partir de entonces, y a lo largo de toda mi vida, la gran literatura italiana no iba a dejar de poseerme. Recuerdo, de manera muy especial, a Campana, a Saba, al Montale indeleble, al Pasolini ineludible. Y a Guido Cavalcanti, y a Cecco Angiolieri. Y a Biagio Marin. Y a líneas de Leopardi y de Dante que uno lleva puestas, ya orgánicamente incorporadas. Pero son sólo algunos. Y una lista de nombres, por queridos e insignes que resulten, no va a revelar esta extraña, comprensible afinidad, está presencia viva que en mí siento de la belleza y del humanismo de Italia.



5. Con anterioridad al siglo que recién ha acabado, ¿qué papel e importancia tuvo la poesía italiana en nuestra literatura?
He recordado a Mitre, un caso singular pero emblemático. Y podría mencionar también al poeta Pedro Juan Vignale, que en 1936 ya traducía a Ungaretti. Pero el azar de la memoria y mis propias lagunas no me librarían de ser injusto, de caer en dolorosas omisiones. Yo siento a lo italiano como una presencia viva, orgánica actuante, insisto, no como un mero dato o recurso bibliográfico. En tal sentido, no deja de preocuparme que, en el desolado panorama con que la masiva y planetaria sociedad del espectáculo está ahogando, mucho me temo que en gran medida, las antaño fecundísimas fuentes creadoras de la cultura europea (¿qué se ha creado de realmente significativo y original, por ejemplo en francés, después de Marguerite Yourcenar y el nouveau roman?), no hayan cesado de manar si es que no están cegadas. Y temo, insisto, que eso le pueda ocurrir incluso a la vivísima literatura italiana, que conoció tantas grandes estaciones poéticas.
Últimamente me he consolado pensando que todavía, por ejemplo en Portugal y en Grecia --claro que son países no narcotizados aún por el confort--, se continúa creando con exigencia y altura. Y mucho más me consuela descubrir, como lo vengo haciendo con fruición en los últimos tiempos, que en la Sicilia fecundísima y mestiza, tierra de vida y de lenguaje, después de Pirandello y Quasimodo, de Lampedusa y Sciascia, podemos encontrarnos aún, ayer nomás y todavía hoy, con obras tan resplandecientes y hondas, tan sabrosas y fecundas como las de Gesualdo Bufalino y Vincenzo Consolo, que leo y releo con encendido placer, por espontáneas y frescas, por maduras y sabias, por enriquecedoramente contagiosas.



6. ¿No le parece que a algunos lectores puede sorprenderles el hecho de que, tratándose de una encuesta sobre poesía, usted mencione tan a menudo narradores o prosistas?
Puede ser. Pero a ellos les diría, precisamente con el lúcido Vincenzo Consolo, que “Hoy a muy pocos les interesa la poesía. Y ya no me refiero al género poético, sino a ese elemento indispensable que hacía de una novela una obra literaria de gran nivel. El público busca aturdirse con la anécdota y rechaza todo lo poético porque lo pone en contacto con una realidad más profunda que trata de evitar por todos los medios.” Siempre he sentido que en el tratamiento del lenguaje como materia, en la escritura de muchos grandes narradores podía encontrarse mucha más poesía que en tantos supuestos cultores del género. Y no me es inusual descubrir, aquí o allá, en el cuerpo vivo de grandes obras literarias en prosa (y no sólo aquellas que reflexionan a veces con luminosa intensidad sobre este asunto), líneas que me parecen resplandecientes concreciones de poesía. Cuando Bufalino dice, por ejemplo, “La luz, ¿qué quiere?”, en su magnífica Perorata del apestado, a mi modesto entender está mucho más cerca allí de la poesía que acaso en La amarga miel, su propio libro de poemas, o en los magníficos, tocantes aforismos de El malpensante, tantas veces humanísimamente líricos. Como entiendo haber dejado traslucir, mi idea de la poesía está mucho más cerca de considerarla una experiencia de vida y de lenguaje, una evidencia, antes que un mero género literario. Siempre tengo muy presente, cuando me toca reflexionar sobre estos asuntos, que fue nada menos que Dante quien, en La Divina Comedia, aludió tan explícitamente a la poesía como “la gloria de la lengua”.

Rodolfo Alonso

Olivos, 5 de septiembre de 2004

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