22.10.09

Juan Gelman antes y después del Premio Cervantes


Por Rodolfo Alonso


Por supuesto que todos nos congratulamos por este nuevo y merecido galardón: Juan Gelman recibió el Premio Cervantes. Pero esa misma circunstancia, tocante y feliz por cierto, que como bien fue dicho se honra por honrarlo, volvió a acercarme alguna vieja reflexión. Me sigue pareciendo, por ejemplo, que cuando a un poeta le toca convertirse (aún sin proponérselo) en hombre público, no deja de correr sus riesgos. El peor de los cuales, en estas lides, a mi modesto entender, siempre será el malentendido. Pero, haciendo como siempre caso omiso de las razones del mercado y de la buena conciencia, Juan Gelman continúa entregándose a la poesía con feroz fidelidad.
Y si bien es verdad que, ya desde su mismísimo primer título: Violín y otras cuestiones (1956), su innegable lirismo surge ineludiblemente confundido con sus nada conformistas opiniones políticas y sociales, también es cierto que desde allí mismo comienza a hacerse acaso patente la mutua honestidad que ya lo constituye desde entonces y que no le iba a permitir convertirse para nada, en absoluto, apenas en un módico transmisor de consignas.
Desde hace ya mucho tiempo pero cada vez quizá en forma más acusada, Juan Gelman nos va ofreciendo como poeta (sin duda en forma inconsciente) otra gran lección. Que la poesía no surge apenas tironeando de la mera exterioridad del compromiso, así sea conceptual, ni de la mera retórica formal, así sea vanguardista. El poema logrado resulta aquel que logra convertir en cuerpo a su palabra, que logra volverse un ser soberano y autónomo de lenguaje vivo. Porque las recetas, desdichadamente, no engendran milagros.
Cuando ya se han olvidado o simplemente no se perciben las potencias de verdad y fervor que había además en las grandes creaciones de las vanguardias poéticas de comienzos del siglo pasado, y cuando se olvida también la ineludible presencia de sentimientos y pasiones en formas tradicionales que sólo se alcanzan a ver como retóricas, Gelman devuelve a la poesía su extrema, a la vez humilde y ambiciosa condición de experiencia de vida y de lenguaje. Con todo lo que ello implica de inacabamiento, sí, de mestizaje e incluso de angustiosa ansiedad, pero también –como sólo un alto poeta logra hacerlo-- transmitiéndonos esa grandeza doblemente trágica del canto humano y de nuestra humana condición.
Esa tensión, fecunda como tantas otras, entre su doble fidelidad a la poesía y a sus ideas, no se ha manifestado apenas en lo superficial, en lo aparente, en el concepto y, por tratarse de un escritor de raza, se ha trasladado como aliento vivo al cuerpo mismo de su propia escritura, la cuestiona y la sostiene, la inquieta y la alimenta. Y si una prueba de fondo de su autenticidad en tal sentido la manifiesta su absoluta imposibilidad, casi visceral, orgánica, para aprovechar su propia historia, en tantos sentidos trágica, como muchos otros tan diferentes de él manejan hoy sus relaciones públicas o su marketing, si todo nos asegura que la resonancia obtenida ha sido totalmente espontánea, inocente, fruto maduro de las circunstancias y nunca de su voluntad, hay otra prueba más reciente en el mismo sentido. Y es el hecho de que su propia escritura haya ido ahondando legítimamente su experiencia, en el sentido de lo raigalmente humano e incluso metafísico pero, como debe ser, por el libre fluir de su propia espontaneidad creadora, sin artimañas ni dobles intenciones.
Quiero decir que en el merecido éxito de Gelman como poeta, que ha de incluir probablemente también sus vicisitudes de hombres público, que allí se entremezclan en gran medida, el hecho de que él mismo haya ido abandonando ciertas temáticas demasiado evidentes para profundizar en otros sentidos, tal vez menos redituables desde el punto de vista del negocio editorial, no me parece sino otra prueba de aquella doble honestidad a que antes hacía referencia. Y que lo digan si no esos libros ejemplares, en ese y otros sentidos, que son Dibaxu (1994) e Incompletamente (1997). Y que acaba de confirmarnos plenamente con su reciente e indeleble Mundar (2007).
Por una vez, al menos, me fue dado coincidir con lo que afirma un editor en contratapa. Cuando en aquel libro en prosa de Juan Gelman: Miradas (Seix Barral, Buenos Aires, 2005) se alude a su autor como “Gelman, lector apasionado”, recordé de inmediato aquella oportunidad en que volvimos a encontrarnos personalmente, corriendo 1994, en el marco del legendario Festival de Medellín, y pude comprobar que en su mesa de luz lo esperaba un voluminoso tomo de ensayos de Montale.De Paul Celan a George Grosz, entre muchos otros que aparecen en Miradas, de Daniil Kharms a Nikolai Erdman, de Imre Kertész a Gunter Kunert, de Mandelstam a Meyerhold, de André Chénier a Primo Levi, todos ellos investidos con la cruz de su tiempo, artistas que no sólo dan, sino que son testimonio por su belleza y su dolor, por su tragedia y por su arte, acaso es posible leer además, por debajo de cada una de sus vidas, también la historia y la vida de quien entonces los evocaba, el poeta Juan Gelman, comprometido como siempre, sí, pero acaso esta vez con la amarga y saludable dignidad de la experiencia propia, con la dolorosa y fecunda lucidez de lo experimentado en carne propia: “un hecho que para muchos pasa inadvertido: la ideología de un escritor es sólo una parte de su subjetividad, de su experiencia y su vocación expresiva.”

_______________

1 comentario:

constantino mpolás andreadis dijo...

A JUAN GELMAN
no hay otro
pero si hubiera otro
ese otro no podría ser otro que
él que es

siempre otro no sólo
porque no
hay otro sino porque para
que haya

otro él
tiene
que seguir

siendo él no sólo
otro sino sólo él que si siempre es otro es
otro porque no hay otro como él

constantino mpolás andreadis
LITERATURACONSTANTINO.BLOGSPOT.COM