20.10.09

No usamos el lenguaje. Somos lenguaje.

Rodolfo Alonso:
“No usamos el lenguaje. Somos lenguaje.”

Reportaje deDaniel Mastroberardinoy Diego Viniarsky (para la revista “El Perseguidor”, núm. 9, Buenos Aires, verano 2002)


Cuando en 1992 Ediciós do Castro publica en La Coruña sus Poemas escogidos (1952-1990), el poeta encabeza la antología con una frase de Joseph Conrad: “Un corazón habla, otro escucha; y la tierra y el mar, el cielo y el viento que pasa, y la hoja trémula, escuchan también...”. Y es, en verdad, una frase emblemática para la obra de Rodolfo Alonso: la poesía, ese “vicio absurdo”, convoca al silencio, es el eje de la existencia de una vida, de todas las vidas, de las tradiciones, de las rupturas, del universo. Una obra poética que cumple con los requerimientos de exigencia ética y estética sin los cuales no sería posible la verdadera poesía. Una obra que acompaña la segunda mitad del siglo XX, jalonada por su pertenencia al grupo vanguardista de Poesía Buenos Aires, cuyas publicaciones aparecieron entre 1950 y 1960; por sus traducciones de Fernando Pessoa, Cesare Pavese, Giuseppe Ungaretti, Paul Eluard, Guillaume Apollinaire (¿quién no ha leído a estos poetas en la traducción inigualable de Alonso?) y tantas otras, y por libros cuyos títulos son metáforas de su visión personal del mundo, de la vida, del lenguaje (“quizá no sean los hombres quienes hablan sino ese mar orgánico y fecundísimo del gran lenguaje humano...” dice en La palabra insaciable), pero también de la poesía como experiencia vital: Salud o nada (1952-1954), Duro mundo (1954), Buenos vientos (hacia 1955), El músico en la máquina (hacia 1956), El jardín de aclimatación (1954-1956), Entre dientes (1956-1958), Hablar claro (1959-1963), Hago el amor (1963-1969), Guitarrón (1954-1971), Señora Vida (1968-1979), Sol o sombra (1979-1981), Alrededores (1958-1983), Jazmín del país (1980-1987), Música concreta (1972-1990). La calidad estética de su obra no pasa inadvertida, y si bien él piensa, y con razón que un solo verso, si te deja temblando, alcanza para alimentarte de poesía toda tu vida, en su caso, podemos elegir entre una serie extensa de versos que te dejan temblando y con los que puedes convivir durante mucho tiempo en cualquier momento de tu existencia. Damos fe.
I-Los comienzos
¿Cuáles fueron tus orígenes literarios? ¿Cómo te encontraste con la poesía?
-La verdad... no lo sé. La mía no era una familia de intelectuales. Soy hijo de inmigrantes. Cuando mi padre vino a la Argentina, no había terminado la primaria (cosa que hizo aquí, espontáneamente). Sin embargo, en casa había cinco o seis libros que él había traído de España. Uno de esos libros era el Quijote, y otro Juan Moreira. Los había comprado en la estación, en Madrid, y estaba tan posesionado por ellos que nos los representaba de viva voz, una y otra vez. Y esa intensidad se contagia. Al mismo tiempo, era una casa bilingüe, donde se hablaba a la vez el castellano y el gallego. Y eso incluía por supuesto música, canciones, refranes y poesía. De allí viene quizás un don de lenguas, una atención a la riqueza y a las relaciones del lenguaje. Y de la vida. Mi infancia fue descubrirme argentino y, al mismo tiempo, compartir el recuerdo de la infancia de mis padres. Yo era un tipo introvertido, tímido y, siendo el mayor de mis hermanos, el primero que tenía que salir del patio familiar para enfrentarse solo, sin ayuda y sin antecedentes, con esta gran ciudad. Y eso creo que lo viví como una cosa terrible, algo agresiva y bastante angustiosa, que se acentuaba por mi carácter. En las mañanas de invierno, la caricia del primer sol era como una mano amiga para mi soledad. Una de las primeras percepciones, imborrables, en el libro de lectura de segundo grado, fueron dos líneas de Rafael Alberto Arrieta: “Sol de la mañana, / gloria del invierno”. De algún modo sentí que allí estaba encerrada, bellamente, la misma sensación que yo había experimentado. Y que eso tenía vida propia, resonancia. Mi padre creía en la educación y eligió para nosotros lo mejor, por ejemplo el Colegio Nacional de Buenos Aires. Nunca se imaginó que yo iba a abandonar la Universidad por la poesía. Porque siendo todavía casi un niño, no sé cómo, me encontré anotando líneas de poesía, a veces muy breves. Y sobre todo los días de lluvia. Parece que eso tenía mucha relación con los fenómenos de la naturaleza. La lluvia me cobijaba con una sensación de intimidad fraternal en la ciudad inhóspita. Mucho tiempo después me percaté un día de que en Galicia llueve permanentemente, de modo que hay cosas en mí que son como ancestrales, como esa profunda emoción que me producen los verdes urbanos en días con humedad y lluvia.
-¿A qué edad se conjugaron esos fenómenos de la lluvia y la poesía?
-Bueno, yo tendría catorce o quince años. Claro que por ese entonces ya había leído a Lorca y me había apropiado de los Veinte poemas y Residencia en la tierra, de Neruda. Pero hubo un libro clave: la Antología de César Vallejo, de Xavier Abril, que descubrí por casualidad en los anaqueles de un compañero español, de familia republicana. Y ese hallazgo tuvo consecuencias. No sólo porque mi mitología particular haya estado siempre ligada con los legendarios milicianos de la República durante la guerra civil española, que encendieron mi infancia y a algunos de los cuales llegué a conocer, exiliados aquí. Ellos me vacunaron desde muy pequeño contra el fascismo, sí, pero también contra el stalinismo. Y con ellos venía mezclada la poesía, en canciones populares y en gestos heroicos, incluso de los propios poetas, en la batalla eterna por el bien y contra el mal.
-Ahora, el descubrimiento de Vallejo, ¿qué produjo en vos? -Vallejo, sí, y también Roberto Arlt. Lo de Vallejo fue como una conmoción. El me transmitió, me contagió, me hizo percibir de repente lo que era la palabra encarnada, la poesía lograda, viva. Mucho tiempo después vine a saber que los dos abuelos de Vallejo también eran gallegos, dos curas que se ayuntaron con sendas indias chimú. Y él, tan profundamente mestizo, nació en una Compostela indoamericana, Santiago de Chuco. Entonces, sospecho, esa melancolía humanísima que se siente con él no es sólo la del indio sometido, sino quizás también la del gallego trasplantado. Pero todo eso no es racional, se da en su lenguaje, está hecho lenguaje. Y Roberto Arlt fue otra conmoción similar, descubierto también espontáneamente en librerías de viejo. Ninguno de ellos era muy conocido en esos tiempos. Y es que como el tango, que por entonces nos embebía como el aire que se respira, ambos tienen muchísimo que ver con esta gran ciudad poblada por inmigrantes. Arlt es un tipo que tiene conflictos con el medio, que tiene una visión ácida de la ciudad: “la selva de cemento”. Pero en los dos hay sobre todo un tratamiento del lenguaje, una irrupción del lenguaje, espontáneo, contagiosamente orgánico, que se vuelve expresivo incluso en sus carencias. Para nada un trabajo literario de orfebre, sino más bien eso que empecé a llamar “evidencia”. Una de las cosas indelebles que me quedaron del Nacional Buenos Aires fue una cita de Husserl: “la evidencia es la vivencia de la verdad”, que siempre me sedujo, instintivamente. Y pronto pensé que así se podía aludir a una obra de arte. Un poema, un cuadro, una escultura, una pieza de música, cuando se logran, son una evidencia, una vivencia humana y estética encarnada en su lenguaje. La poesía, para mí, tiene mucho que ver con eso. Ya en mi primer libro hay un poema que se llama Los lanzallamas. Y en otro muy próximo una cita, magnífica, de Arlt: “Chau, Amargura.”
-Llama la atención, justamente, ese título y esa cita de Roberto Arlt. Es decir, que como poeta, hayas tenido un referente tan fuerte en alguien que es un prosista, y es más: que es considerado un mal prosista.
-Yo creo que eso tiene que ver con su tratamiento del lenguaje, porque la poesía para mí no es un género literario sino un trabajo con el lenguaje, o el lenguaje que trabaja con uno. Yo lo sentí como una relación muy física, afectiva, no solamente literaria. Lo mismo me pasó poco después con Pavese y con Camus. Ahora pienso que todos se relacionan, porque Pavese afirmó tener, como yo, “dos mil años de sangre campesina”. Y la madre de Camus es española, y su familia muy pobre. También para Camus la guerra civil española fue un acontecimiento fundamental, fundacional, que lo marcó para toda su vida.
-En todos estos escritores que nombrás hay un compromiso social. Para vos, ¿esa es una cuestión importante?
-Creo que sí, siempre supe de qué lado estaba, pero no de la manera en que vino a congelarse después esta cuestión. Arlt, Camus, Vallejo, hasta Pavese, son por ejemplo profundamente antifascistas pero también casi orgánicamente disidentes. Como ocurrió también con Miguel Hernández (otro campesino, un pastor de cabras, en cuya palabra de origen límpidamente popular sigue vivo el Siglo de Oro), me pareció algo limitativa una lectura exclusivamente partidaria de escritores como ellos. Si en sus obras están naturalmente incluidas sus opiniones políticas, sociales o ideológicas, nunca lo hacen de una manera didáctica, proselitista, ni son obras trascendentes tan sólo por eso. Hay en ellos mucho más de injusticia vivida, de projimidad compartida sin preconceptos, que de retórica alguna. Por eso también hubo algunas confusiones con nuestra propia Poesía Buenos Aires. El maniqueísmo nunca es muy enriquecedor. Y las cosas nunca son tan lineales. Han corrido ríos de tinta sobre el tema, pero el mejor libro de poesía sobre la guerra civil no lo escribió un español, sino que fue el indeleble España, aparta de mí este cáliz, del cholo Vallejo. Y no lo podés leer solamente desde un punto de vista ideológico. En todos ellos hay problemas éticos, no sólo estéticos. Y son, sobre todo, hechos de lenguaje.
-¿Qué otros autores que conociste fueron importantes para vos?
-Casi simultáneamente, Macedonio Fernández, cuyo único libro de poemas (¡editado en México por un paraguayo!) también descubrí en una librería de viejo, cuando nadie se acordaba de él. Enseguida lo hice publicar en Poesía Buenos Aires. Y Paul Eluard. Y Ungaretti. Y Juan L. Ortiz, y Oliverio Girondo. -¿Cómo fue tu relación con ellos? -A Girondo lo conocí en contacto con mis amigos surrealistas. Fuimos los únicos que recibimos alborozados En la masmédula. Y a Ortiz lo empecé a visitar con Urondo en Paraná, allá a mediados de los cincuenta. Quizás me deslumbró entonces más lo que encarnaba que lo que escribía. Fue como descubrir hecha realidad la idea del poeta que me imaginaba. Lo primero que me dijo fue “El poeta, cuando habla de la cosa, es la cosa.” Todo un presocrático. Como Macedonio, aunque de otra manera.
-Así que tu adscripción a ciertos poetas, quizá más que por una técnica, pasa por una actitud de estos poetas.
-Primero que no son cosas buscadas, intuyo, sino que ocurren. No son actitudes estereotipadas, sino que te contagian algo de fondo, que resuena dentro de uno. Cuando se es introvertido, no interesan las arengas ni los discursos, ni las grandes tiradas académicas ni declamatorias, así sean de las posiciones con las que uno está más o menos de acuerdo. En cambio, se busca instintivamente el contacto con una evidencia que esté sostenida por algo más hondo, que contagie. No la mera declamación. Es algo más visceral, más orgánico, donde el lenguaje se manifiesta en todo su esplendor, con su riqueza ambigua, como “el rayo de la comunicación” de que habla Jakobson, y que en los mejores momentos nos permite experimentar, sí, una fraternidad de fondo, una fraternidad exigente. No me interesa la literatura. Siempre creí que la poesía no tenía nada que ver con la literatura. III-Vanguardismo
-Vos hablabas de vanguardia. Los de Poesía Buenos Aires se consideraban un grupo de vanguardia.
-Sí, sobre todo al comienzo. Espiro dice: “Nunca dejaremos la vanguardia”. Aunque a mí no me satisface del todo el concepto de vanguardia, demasiado bélico para mi gusto, que probablemente viene de Marinetti (¡ese vanguardista que pudo llegar a ser académico del fascismo!), admiré y sigo admirando el bello resplandor, apasionado y rebelde, de las vanguardias de comienzos de siglo.-Y en esa perspectiva de vanguardismo, ¿qué ubicación tenía un Borges? -Ah, no. En aquel entonces, y desde ese punto de vista, Borges era un enemigo. Ya ven que no recurro al maquillaje, como tantos conversos de hoy. Eran cosas que tenían sentido en aquel contexto.
-¿Y Marechal?
-¿Marechal? Peor. Borges había sido vanguardista en sus comienzos. Los juicios de la adolescencia iconoclasta no suelen derrochar matices.-¿Cómo se ubicaban en el contexto político y social de la época?
-De nosotros se dice, no sin razón, que elegimos la tierra de nadie, al margen de los diferentes espacios de poder, desde la cultura oficial del peronismo gobernante, decorativamente populista y objetivamente reaccionaria, hasta la otra cultura oficial de los grandes suplementos literarios, la revista Sur, una Academia que entonces tenía cierta influencia, y las empresas editoriales, que por aquella época sólo publicaban literatura, con la cual rompimos o no queríamos tomar contacto. Y tampoco podíamos comulgar con el mal llamado “realismo socialista”, autoritariamente regimentado por el partido comunista. Por edad y por gusto, aún vivían en nosotros rudimentos románticos del poeta maldito, del artista honradamente pobre y dignamente cuestionador. Claro que, como después afirmó Umberto Eco, para él no es lo mismo “vanguardista” que “experimental”. El primero no es el que se propone modificar el arte, sino destruirlo. Mientras que el segundo se propone crear de una manera diferente para un público nuevo, que también debe ser creado. Si así fuera, vanguardistas fueron únicamente los dadaístas, que eran nihilistas. Mientras que Poesía Buenos Aires resultaría claramente experimental. Ya en uno de los primeros números se dice: “Toda conquista social que tienda a aumentar el número de los que pueden ver, a expensas del de los que no pueden ver, es de inmediato una conquista de la poesía.” Y eso, es evidente, implica opiniones políticas y sociales. Como ya dije, muchos de nosotros conservábamos huellas de las luchas contra el fascismo que fueron la guerra civil española y la segunda guerra mundial. Yo creo que eso influyó mucho en nuestras posiciones frente al peronismo, que se encontraba muy cómodo junto a Franco o Stroessner, Trujillo o Pérez Jiménez. Por otro lado, se había degradado la literatura gauchesca o de temas patrióticos hasta convertirla en una retórica rimbombante, al mismo tiempo inflada y cínica. Entonces, en nosotros no aparecía ni la patria ni el gaucho. Como yo era medio “anarco”, no me costaba mucho.
-O sea que seguís siendo un poeta vanguardista. -Puede ser. No sé.
-¿Anarquista, como recién decías?
-Como me pasó con el surrealismo, no soy digno de investir el nombre. Si así fuera, sería tolstoiano. Siento visceralmente que no puedo renunciar ni a la libertad ni a la justicia. Pero no soy capaz de llegar a su nivel de entrega, de devoción, de fe. Cuando mucho un “anarquista indolente”, como tan bien se definió el pintor gallego Laxeiro. Pero el anarquismo implica una idealización de la condición humana en la que ya me resulta difícil creer. Lo que sí me apasiona es la idea de autogestión, de hacerse cargo de uno mismo y de los demás, de ser uno con todos, libre y fraternal. Pero creer que eliminadas todas las restricciones se resuelven todos los problemas, me temo que no. Como utopía, como proyecto guía, es inmejorable. Pero no todos somos capaces de estar a su altura. Me gusta imaginar qué hubiera ocurrido si Bakunin, y aun Marx, hubieran asumido a Freud.
-En toda nueva vanguardia hay un programa. ¿Cuál era el programa de Poesía Buenos Aires?
-Un programa, no. Lo que había era una tradición que venía del invencionismo. Ya Edgar Bayley, la figura clave de aquel movimiento, en el primer número desliza que ése término se podía emplear provisoriamente. Y él mismo, y un poco todos, fuimos dejando de lado en forma espontánea los riesgos de un dogmatismo, de un formalismo. Pero ocurrió en forma orgánica, natural, no teórica, por propio devenir de cada uno, sin habérselo propuesto de antemano. Si uno recorre Poesía Buenos Aires a lo largo de los años no va a encontrar una ortodoxia, como tampoco la hay en mi propia poesía. Había un clima en común, eso sí, un mismo aire que se respiraba, casi los mismos amores y los mismos odios, pero cada uno encontraba su lenguaje, o más bien el lenguaje lo encontraba, a su manera. Y todo eso incluía no sólo cuestiones estéticas sino también éticas, al mismo tiempo. Personalmente, aquellas intuiciones que me hizo experimentar el contacto inicial con el contagioso verbo desnudo de Vallejo o de Arlt, y después la profunda capacidad de irradiación que Ungaretti o Eluard podían concentrar en muy pocas palabras, me tocaron antes de que pudiera reflexionar sobre lo que me había llevado a escribir, o más bien ser escrito, desde un comienzo, en cierta forma. En medio de las maniqueas discusiones de aquella época de guerra fría, yo sospechaba, sin animarme a expresarlo, que los mundos de la realidad y de la materia eran mucho más amplios de lo que perciben los sentidos. Y que el artista no sólo puede ser el mundo, sino también darnos mundo, hacernos más mundo. V-El traductor de Pessoa
-¿Cómo llegaste a Pessoa, en un momento en que Pessoa era un desconocido absoluto en nuestro medio?
-Desde muy joven me descubrí traduciendo poesía de otros idiomas, entre ellos el portugués, y comenzando por los grandes modernistas brasileños, como Drummond de Andrade o Murilo Mendes, que gracias a eso llegaron a tener contacto conmigo. Fue Aldo Pellegrini, que por entonces dirigía la excelente colección Los Poetas, de Fabril Editora, quien me encargó lo que sería la primera traducción al castellano de los cuatro heterónimos de Fernando Pessoa. Se publicó en 1961, y también fue la primera en América Latina, antes que la de Octavio Paz. Ya el año antes, 1960, en el último número de Poesía Buenos Aires, publico traducciones de Pessoa y todos sus heterónimos. Pellegrini me comentó que fue muy difícil conseguir los derechos. En ese momento, Pessoa era absolutamente desconocido. Recién unas décadas después se convierte en el poeta máximo de Portugal y en una figura universal. El mismo Pellegrini me dio poco después otra gran alegría: traducir a Ungaretti. Y casi de inmediato se me dio, por otra vía, la posibilidad de traducir los poemas completos de mi querido Cesare Pavese.

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